domingo, 2 de mayo de 2010

Memorias (fragmento)

Soy un simple espectador de la vida, que no intenta explicarla. No afirmo ni niego. Hace mucho que huyo de juzgar a los hombres, y, a cada hora que pasa, la vida me parece o muy complicada y misteriosa o muy simple y profunda. No aprendo a morir, desaprendo a morir. No sé nada, no sé nada, y no saldré de este mundo con la convicción de que no es la razón ni la verdad las que nos guían: solamente la pasión y la utopía nos llevan a conclusiones definitivas. El papel de los locos es el más importante en este desconsolado planeta, aunque los demás intenten corregislos y canalizarlos… Por eso comprendo que es tan difícil aseverar la precisión en un hecho cómo juzgar a un hombre con justicia. Todos los días cambiamos de opinión. Todos los días somos empujados a kilometros de distancia por cualquier cosa delirante, que nos lleva a lugares desconocidos. Siempre sucede que, pasados unos meses desde lo escrito, me llega la duda y el vacío. Siento que ya no me pertenece. Es por ésta razón que no condeno ni explico nada, y huyo antes de descender a mi interior, para que no reconozcan con asombro que soy irracional – de esa forma no discrimino lo que creo y lo que no, y compruebo lo que me pertenece y lo que pertenece a los muertos.

Raul Brandao
Portugal, 1867-1930

sábado, 10 de abril de 2010

Dublinesca

La realidad sabe escabullirse perfectamente detrás de una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de falsos sondeos. A la larga, la realidad resulta inextinguible, inalcanzable.
Aunque sea a tanta distancia, por fin vi algo de Dublín, lo vi desde lo alto de estos acantilados que se adentran en el mar. Grupos de aves reposan sobre las aguas. La tristeza fascinante del lugar parece acentuarse con la visión de esas escuadras de pájaros sonámbulos, en pleno día, y es como si el vacío se anudara con la honda tristeza y ésta de vez en cuando cobrara voz con el chillido de alguna gaviota.
Trataré de poner en pie y mejorar mi mustia vida de editor retirado. Pero algo se ha desfondado por completo en el cuarto. Alguien se ha ido. O se ha borrado. Alguien, quizá imprescindible, ya no está. Alguien se ríe a solas en otra parte. Y la lluvia se estrella cada vez con más delirante fuerza sobre los cristales y también sobre el aire vacío y sobre el hondo aire azul y sobre lo que está en ninguna parte y es interminable.

Enrique Vila-Matas
España, 1948

El Aleph

En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

Jorge Luis Borges

martes, 30 de marzo de 2010

La hermanita menor

Como ciertos árboles nacen torcidos y ciertos animales nacen bellos, él había nacido bueno, con un corazón tierno y jugoso. Tan jugoso y tierno que, de tocarlo, se hubiera deshecho entre las manos como un puñado de espuma. Piel afuera era un hombre corriente que vestía pantalones de dril, y camisa de mezclilla y llevaba los pies descalzos. Piel adentro era dulce y suave como los frutos maduros a la sombra. Fresco como los zacatales después de la llovizna. Su rostro, endurecido por el sol y el trabajo del campo, dejaba adivinar una ternura escondida, como se adivina la savia debajo de la corteza de los cedros. Su voz tranquila, suave y acariciante, parecía haber sido hecha con algodones húmedos y pulpa de durazno. Amaba a todos los hombres y a todos los animales. Por eso, en el pueblo, era considerado un hombre raro. El amor arraiga tan pocas veces en los corazones humanos que, cuando alguno lo posee y le florece, los demás lo miran a hurtadillas, como si fuera un ser llegado de otro planeta.

Jorge DeBravo
Costa Rica, 1938-1967