miércoles, 3 de diciembre de 2008

Bocas del tiempo

Las trampas del tiempo

SENTADA DE cuclillas en la cama, ella lo miró largamente, le recorrió el cuerpo desnudo de la cabeza a los pies, como estudiándole las pecas y los poros, y dijo:
-Lo único que te cambiaría es el domicilio.

Y desde entonces vivieron juntos, fueron juntos, y se divertían peleando por el diario a la hora del desayuno, y cocinaban inventando y dormían anudados.

Ahora este hombre, mutilado de ella, quisiera recordarla como era. Como era cualquiera de las que ella era, cada una con su propia gracia y poderío, porque esa mujer tenía la asombrosa costumbre de nacer con frecuencia.
Pero no. La memoria se niega. La memoria no quiere devolverle nada más que ese cuerpo helado donde ella no estaba, ese cuerpo vacío de las muchas mujeres que fue.

La mar

RAFAEL ALBERTI ya llevaba casi un siglo en el mundo, pero estaba contemplando la bahía de Cádiz como si fuera la primera vez.

Desde una terraza, echado al sol, perseguía el vuelo sin apuro de las gaviotas y de los veleros, la brisa azul, el ir y venir de la espuma en el agua y en el aire.

Y se volvió hacia Marcos Ana, que callaba a su lado, y apretándole el brazo dijo, como si nunca lo hubiera sabido, como si recién se enterara:

-Qué corta es la vida.

Los juegos del tiempo

DIZQUEDICEN QUE había una vez dos amigos que estaban contemplando un cuadro. La pintura, obra de quién sabe quién, venía de China. Era un campo de flores en tiempo de cosecha.

Uno de los dos amigos, quién sabe por qué, tenía la vista clavada en una mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas. Ella llevaba el pelo suelto, llovido sobre los hombros.

Por fin ella le devolvió la mirada, dejó caer su canasta, extendió los brazos y, quién sabe cómo, se lo llevó.

El se dejó ir hacia quién sabe dónde, y con esa mujer pasó las noches y los días, quién sabe cuántos, hasta que un ventarrón lo arrancó de allí y lo devolvió a la sala donde su amigo seguía plantado ante el cuadro.

Tan brevísima había sido aquella eternidad que el amigo ni se había dado cuenta de su ausencia. Y tampoco se había dado cuenta de que esa mujer, una de las muchas mujeres que en el cuadro recogían amapolas en sus canastas, llevaba, ahora, el pelo atado en la nuca.

Eduardo Galeano

No hay comentarios: