sábado, 27 de marzo de 2010

El amor de una mujer generosa

En la larga casa blanca, con sus esquinas de azulejo, vivía ahora gente nueva. Los Shantz se habían marchado a vivir a Florida. Enviaban naranjas a mis tías; Ailsa decía que aquellas naranjas conseguían que las que comprabas en Canadá te repugnaran. Los nuevos vecinos habían construido una piscina, que sobre todo utilizaban sus hijas -dos preciosas jovencitas que ni siquiera me miraban cuando nos cruzábamos por la calle- y las novios de éstas. Los arbustos habían crecido considerablemente entre el patio de mis tías y el de ellos, pero aun así podía verlos correr y empujarse alrededor de la piscina, sus alaridos, los chapuzones. Despreciaba sus payasadas porque me tomaba la vida en serio y tenía una idea mucho más elevada y noble del amor. Pero, de todas formas, me hubiera gustado atraer su atención. Me hubiera gustado que alguno de ellos viera mi pijama pálido moviéndose en la oscuridad y hubiera gritado de verdad, pensando que yo era un fantasma.

Alice Munro

Cactus

¿Por qué nos duelen las canciones heridas? ¿Por qué somos un pueblo romántico? No, él no era romántico. Había dejado de serlo. O eso había llegado a creer. ¿Cómo había llegado a éste punto? Entrenamiento, disparos, serpenteo cuerpo a tierra, tensión del vientre… Y el hombre deja de ser romántico, en sus actos y en su lógica. Los sueños individuales se desvanecen, y el individuo se convierte en una bala del arsenal. Quizás la experiencia lo perfeccione y se convierta en un misil. Un misil dirigido. Esta es la lógica. Dijeron muchas cosas, dijimos muchas cosas. Cosas lógicas, ecuaciones históricas que se imponen a la existencia del individuo y éste se convierte en el número de la ecuación. Número. Números. Se conforma la ecuación de manera científica, realista, palpable. Y el romanticismo fenece. Mueren los sueños sensibles, muere la poesía.

Sahar Khalifeh

Memorias

Soy un simple espectador de la vida, que no intenta explicarla. No afirmo ni niego. Hace mucho que huyo de juzgar a los hombres, y, a cada hora que pasa, la vida me parece o muy complicada y misteriosa o muy simple y profunda. No aprendo a morir, desaprendo a morir. No sé nada, no sé nada, y no saldré de este mundo con la convicción de que no es la razón ni la verdad las que nos guían: solamente la pasión y la utopía nos llevan a conclusiones definitivas. El papel de los locos es el más importante en este desconsolado planeta, aunque los demás intenten corregislos y canalizarlos… Por eso comprendo que es tan difícil aseverar la precisión en un hecho cómo juzgar a un hombre con justicia. Todos los días cambiamos de opinión. Todos los días somos empujados a kilometros de distancia por cualquier cosa delirante, que nos lleva a lugares desconocidos. Siempre sucede que, pasados unos meses desde lo escrito, me llega la duda y el vacío. Siento que ya no me pertenece. Es por ésta razón que no condeno ni explico nada, y huyo antes de descender a mi interior, para que no reconozcan con asombro que soy irracional – de esa forma no discrimino lo que creo y lo que no, y compruebo lo que me pertenece y lo que pertenece a los muertos.

Raul Brandao

Mis nueve vidas

La soledad no es una novedad para mí: desde que era niña la he preferido siempre, excepto si se trataba de estar con Nina, mi madre, y con Otto, mi padre. Los únicos años que recuerdo como de verdadera soledad o ausencia de amigos —es verdad que no los tenía— son los de mi adolescencia, de los dieciséis a los veinte; y entonces no era tanto porque mis expectativas y deseos fueran otros, sino por su discrepancia con las aspiraciones de mis padres respecto a mí. Mi padre se había vuelto a casar, pero ocupaba un apartamento a la vuelta de la esquina de donde vivíamos mi madre y yo. Los sábados por la noche Nina salía, mientras que yo no tenía nunca adónde ir. «¿Estarás bien?», me preguntaba; se sentía culpable por abandonarme y eso era lo que hacía que se me llenaran los ojos de lágrimas. Para ocultarlas, bajaba la cabeza sobre el libro que estaba leyendo. «Sí, claro», decía. «Esto es fascinante »; tan pronto como se marchaba, las lágrimas caían sobre el libro fascinante y tenía que secarlas. Pero cuando profundicé más en mis estudios —estaba matriculada en el Departamento de Lenguas Orientales de la Universidad de Columbia—, los libros me parecieron de verdad más interesantes que cualquier otra cosa; y mis padres, aunque todavía preocupados por mí, se tranquilizaban el uno al otro diciendo: Rosemary es una intelectual.

Ruth Prawer Jhabvala
Gran Bretaña, 1927